Orientalismo

Orientalismo jurídico y derecho poscolonial

El derecho poscolonial requiere que los académicos y los profesionales acepten el hecho de que no existe un código jurídico universal ni una objetividad jurídica pura, sino una compleja pluralidad superpuesta de sistemas jurídicos y significados jurídicos. Si este punto de vista se afianzara, la centralidad y la superioridad naturalizadas de una perspectiva jurídica euroamericana se desplomarían y, tomando prestada la terminología de Chakrabarty ya comentada, se «provincializarían» necesariamente. Sin embargo, dadas las relaciones entre el derecho, el capitalismo y la economía política global, quizás no sea sorprendente que los estudios jurídicos occidentales hayan ignorado en gran medida (algunos dirían que deliberadamente) la desafiante presencia del derecho poscolonial. En un intento de superar este punto muerto, algunos estudiosos están abordando el problema de la pluralidad jurídica hablando de la cuestión del orientalismo jurídico. Estos estudiosos adoptan una larga visión histórica al argumentar que el orientalismo jurídico ha configurado el desarrollo del derecho moderno euroamericano desde el siglo XVI hasta el presente (Ruskola, 2002; Anghie, 2006; Falk, 2009: 39-54). Este argumento nos obliga a pensar en cómo los prejuicios raciales y culturales siguen informando los conceptos jurídicos dominantes a nivel mundial y los supuestos de la superioridad jurídica occidental, y pueden a su vez abrir caminos para desafiar o resistir estas comprensiones jurídicas dominantes del mundo (Santos y Rodríguez-Gavarito, 2005).

¿Qué es el orientalismo jurídico? Como se ha mencionado anteriormente, el concepto de orientalismo jurídico se basa expresamente en la obra de Edward Said, una figura destacada de la teoría poscolonial. Said acuñó la palabra «orientalismo» para referirse al modo en que las sociedades europeas del siglo XIX construyeron su identidad y su autocomprensión imaginando su diferencia con el mundo árabe y musulmán (Said, 1978, 1993). En este proceso fue esencial la estereotipación de Oriente por parte de Occidente, que incluía una serie de culturas orientales que incluían Oriente Medio, así como China, Japón y el sur de Asia. Los discursos orientalistas que emanaban de Europa no eran exactamente los mismos que los que emanaban de Estados Unidos porque solían dirigirse a Oriente Medio y China, mientras que en Estados Unidos la retórica orientalista solía dirigirse a Filipinas y a objetivos más cercanos (Little, 2008; Brody, 2010; Francavigilia, 2011). Estas diferencias solían estar relacionadas con los intereses imperiales y coloniales de un país y solían cambiar con el tiempo. Sin embargo, lo que unía estas diversas formas de retórica orientalista y práctica material eran las supuestas relaciones de oposición entre un Oriente exotizado y un Occidente civilizado.

Típicamente, los discursos orientalistas del siglo XIX sobre Oriente eran negativos y reforzaban una supuesta jerarquía de superioridad occidental e inferioridad oriental. Sin embargo, esto no siempre fue así, ya que los filósofos de la Ilustración de los siglos XVII y XVIII y los jesuitas misioneros a menudo elogiaban al pueblo chino por su ingenio y habilidad (véase Gregory, 2003; Mungello, 2009). Sin embargo, en el siglo XIX las actitudes europeas sobre los pueblos asiáticos habían cristalizado en estereotipos despectivos (Ruskola, 2002). Los europeos se promocionaban a sí mismos como modernos, racionales, morales y legales en contraste con una proyección de las sociedades orientales como premodernas, irracionales, inmorales y sin ley. Por eso, al mismo tiempo que comentaristas como Alexis de Toqueville destacaban el énfasis dado a la ley en Estados Unidos en la década de 1830, los historiadores y teóricos sociales señalaban la falta de ley en países como China, que se consideraba esencialmente una sociedad atrasada y «estancada» en la que reinaba la anarquía (Ruskola, 2002: 181-187, 213-215). Pero como insistió Said, esto no significaba que «Oriente fuera esencialmente una idea, o una creación sin una realidad correspondiente» (Said, 1978: 5). Más bien, «Oriente es una parte integral de la civilización y la cultura material europea… con instituciones de apoyo, vocabulario, erudición, imaginería, doctrinas, incluso burocracias coloniales y estilos coloniales» (Said, 1978: 2).

El orientalismo legal sirvió para una variedad de propósitos. El más obvio de ellos fue que ayudó a confirmar en el escenario mundial la marginalidad de Oriente y la centralidad del Occidente imperial. Los eruditos europeos y estadounidenses sostenían que las tradiciones jurisprudenciales orientales se basaban en la costumbre, el ritual y la religión, en contraste con los llamados sistemas jurídicos racionales y científicos de las naciones occidentales modernas. Declarar que los sistemas jurídicos no occidentales eran inferiores ayudaba a justificar el derecho y la cultura europeos como una civilización superior, digna de liderazgo y dominio mundial. La retórica orientalista también proporcionó la justificación para que las naciones occidentales marginaran a los pueblos asiáticos dentro de sus jurisdicciones nacionales. Por ejemplo, en Estados Unidos la retórica orientalista sirvió de base para la Ley de Exclusión China (1882). Esta ley suspendió la inmigración china en el país e impidió que los chinos que ya vivían en Estados Unidos obtuvieran la ciudadanía. En virtud de esta ley, se argumentaba que los chinos no eran sujetos de derecho porque eran incapaces de entender la ley estadounidense y, por tanto, merecían ser excluidos de la nueva república (Park, 2004; Ruskola, 2002: 215-217).

Los estudiosos del derecho poscolonial sostienen que la retórica de oposición entre las tradiciones jurídicas orientales y occidentales fue esencial para el desarrollo del derecho moderno euroamericano. En otras palabras, el derecho europeo surgió históricamente a través de una diferencia percibida de los conceptos jurídicos no occidentales. Según el académico sociojurídico Duncan Kennedy, el derecho internacional debe entenderse en relación con «una distinción entre Occidente y el resto del mundo, y el papel de esa distinción en la generación de doctrinas, instituciones y prácticas estatales» (Kennedy, 1997: 748). Esta diferencia percibida ayudó a dar forma al sistema jurídico internacional, que requirió la «invención del primitivismo jurídico» para legitimar las aspiraciones universales de Occidente (Gathii, 1998; Bowden, 2005; Anghie, 2006; Wilf, 2009).

Si se acepta este argumento, entonces se deduce que el derecho occidental tiene supuestos orientalistas incorporados históricamente en su lenguaje, estructura y procedimientos. Esto sugiere que el derecho contemporáneo euroamericano, y el sistema jurídico internacional sobre el que se construye, sigue siendo hasta hoy intrínseca y omnipresentemente cultural y racialmente sesgado (véase Pahuja, 2011; Westra, 2011). En resumen, el orientalismo jurídico perdura en el derecho internacional del siglo XXI y en las relaciones jurídicas mundiales (véase Otto, 1996; Falk, 2009; Haldar, 2007). El orientalismo jurídico sigue alimentando las suposiciones sobre la superioridad jurídica del Norte global sobre el Sur global y se ha desplegado en una serie de foros jurídicos nacionales e internacionales, como las solicitudes de asilo y refugio (Akram, 2000). Además, el orientalismo jurídico es evidente en las formas en que el Norte global interpreta el derecho en Oriente Medio, especialmente tras los acontecimientos del 11-S, y en cómo las naciones occidentales ven el derecho en China, África y América Latina. Sin embargo, como señala el jurista internacional Teemu Ruskola, la cuestión de reconocer la presencia del orientalismo jurídico contemporáneo no es superar nuestros prejuicios culturales -una tarea imposible-, sino preguntarse por qué se desarrollaron ciertas imágenes orientalistas del derecho, por qué siguen resonando en el mundo contemporáneo y qué se puede hacer para diluir estos estereotipos negativos que socavan el derecho internacional e impiden un diálogo global sincero y una colaboración jurídica creativa (Ruskola, 2002: 222).

Una cosa que es cierta -ya sea que uno enmarque las relaciones de poder asimétricas en términos de derecho poscolonial o de orientalismo jurídico- es la necesidad de superar una jerarquía modernista de autoridad jurídica basada en binarios simplistas de sistemas jurídicos racionales versus no racionales y civilizados versus incivilizados. La desorientalización del orden normativo mundial del siglo XXI y de las divisiones jurídicas estereotipadas es considerada, al menos por algunos académicos y analistas, como algo necesario en última instancia para la estabilidad y la paz de las relaciones mundiales, internacionales, nacionales, regionales y locales (Santos, 2007; Onuma, 2010). Como ha afirmado elocuentemente el jurista nigeriano Ikechi Mgbeoji, «el Norte y el Sur son mutuamente vulnerables y comparten un destino común, que no puede realizarse a menos que se abandonen las nociones de un yo civilizado y un otro bárbaro» (Mgbeoji, 2008: 152).

Las ideas poscoloniales ofrecen algunas ideas sobre cómo superar las divisiones racializadas históricamente estructuradas entre pueblos y comunidades. El teórico político Duncan Ivison, en su libro Postcolonial Liberalism (2002), defiende la necesidad de crear un «auténtico ‘diálogo múltiple’ no sólo entre el Estado y los pueblos indígenas, sino también entre ellos y otros grupos culturales y nacionales» (Ivison, 2002: 163). Al argumentar que los pueblos indígenas pueden hacer contribuciones considerables a la hora de pensar en cómo construir sociedades más inclusivas, Ivison señala que esto requerirá tiempo y un compromiso firme con «el ideal de un orden político en el que diferentes grupos nacionales, con diferentes modos de pertenencia y diferentes concepciones del bien y del derecho, compartan, sin embargo, la voluntad de vivir bajo acuerdos políticos que reflejen esta pluralidad» (Ivison, 2002: 166). El argumento de Ivison subraya el reto político de una perspectiva poscolonial con respecto al derecho. Para que haya «una forma de diálogo y deliberación pública sensible al contexto e integrada» (Ivison, 2002: 163), primero debemos repensar la comprensión eurocéntrica y estatal predominante de lo que constituye el derecho. En otras palabras, abrazar el derecho poscolonial y aceptar sus historias profundamente problemáticas de opresión colonial es quizás el primer paso en un proceso hacia la construcción de un futuro legal global que sea más inclusivo, responsable y equitativo.

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